SIETE DE OCHO

por el Hermano Pablo

Fue una pavorosa cosecha de la muerte. Ocho jóvenes, de una sola vez. Jóvenes entre quince y dieciocho años de edad. Eran estudiantes inteligentes, sanos, vivaces, alegres. Ocho jóvenes —cuatro señoritas y cuatro muchachos— muertos instantáneamente en un accidente automovilístico el día 10 de agosto. Ocurrió en las cercanías de Los Ángeles, California, pero el caso se ha repetido en casi todas las ciudades del mundo.
Los cuerpos fueron llevados a la morgue, y para los efectos legales les hicieron a todos una autopsia. Al abrir los estómagos, encontraron que en siete de los ocho cadáveres había una enorme cantidad de alcohol. El más alcoholizado de todos era el chofer, Bryan Sherman, de dieciocho años de edad. Él llevaba en su sangre el doble de grados alcohólicos permitidos por la ley de tránsito.
He aquí otro accidente provocado por el alcohol, otra tragedia ocasionada por la locura de manejar un vehículo cuando la mente está turbia, la conciencia embotada y la inteligencia anulada. Ocho estómagos con alcohol, ocho cerebros con brumas, ocho risas estúpidas y ocho jóvenes muertos.
¿Cómo se puede manejar un automóvil, de por sí sobrecargado de gente, con tanto licor en la cabeza? Eso es invitar a la muerte para que venga y coseche.
El alcohol ha hecho estragos en la humanidad desde el día en que Noé bebió jugo de uva fermentado y se embriagó sin saberlo. Fue una borrachera inocente, si tomamos en cuenta que Noé, el patriarca bíblico salvado del diluvio junto con su familia, nunca pensó que el zumo de la vid tendría tal efecto. Pero su embriaguez trajo vergüenza sobre él y maldición sobre uno de sus nietos, y por medio de ese nieto, Canaán, la maldición cayó sobre varias generaciones de personas. Jamás pensó Noé que un solo vaso de vino iba a traerle tanto problema.
La maldición del alcohol sigue actuando en todos los que se esclavizan con él. Nunca puede sacarse nada bueno del alcohol metido en las venas. Ni el hígado, ni el corazón, ni las arterias, ni el estómago ni el cerebro agradecen la ingestión de alcohol. Para ellos, órganos vitales de la buena salud, es lo mismo que veneno. Gracias a Dios, hay un antídoto. Es Jesucristo su Hijo, que tiene el poder necesario para librarnos de la esclavitud del alcohol. Pero tenemos que entregarle de lleno nuestra voluntad. Cristo quiere y puede librarnos. Sólo hace falta que le demos entrada a nuestro corazón.

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